El sábado dijimos adiós a Jerez. A sus calles estrechas y sus plazas como pequeños oasis. Dijimos adiós a los tabancos, a sus amontillados y olorosos, al Pedro Ximénez, al cream y a la morenita. Adiós a los cantaores que van recorriendo las terrazas enseñando dentaduras de marcadas ausencias, adiós a los palacetes abandonados, a las calles olvidadas, a las calles con olor a bodega y a pescado frito. Adiós a la ciudad que vive esperando la Semana Santa, a la Semana del Caballo que nunca llegué a vivir, al rebujito, al mosto donde probé el ajo campero, y a pagar por un plato de rabo de toro lo que pago en Madrid por una tercio de Alhambra. A las tortillas de camarones, a las papas aliñadas y a las puestas de sol en Sanlúcar con sus carreras de caballos en la playa. Adiós a la terraza del Chancillería, al Damajuana, a la misteriosa Cruz Blanca que no es como las demás, al Albalá, al Mesón El Asador, a los desayunos en El Cachón incluso cuando no les queda zumo de naranja. Adiós a buscar dónde se mete la gente un sábado por la noche, aunque creo que al final lo averiguamos. A la virgen a la que le dejan prótesis ortopédicas, a las caceroladas frente al ayuntamiento. Adiós también, a los viajes a Cádiz en coche, a la salida 666, y a todas esas playas a las que íbamos en cuanto asomaba el sol; a las tardes leyendo cualquier cosa en Sancti Petri (el viejo y el “novo”), a dudar de si bañarnos o no, y que al final sea que sí. A esperar olas que nunca llegan. Adiós a proponer siempre volver a jugar a los bolos en el centro comercial y no hacerlo nunca. Adiós a la estabilidad del tren, a los viajes que no hacen que te aumente la presión arterial. A los que vivían felices allí y a los que se querían ir, a los de fuera y a los locales.
Adiós y gracias por ser mi segunda casa durante estos dos años.