Cuando arribamos a la plaza del 2 de Mayo por primera vez corría el año 98, y tan solo nos faltó gritar “¡tierra!”.
En aquella época la sala Canciller de San Blas aún daba conciertos, y yo apenas había venido a Madrid más que a hacer algunas compras con la familia. Aún no se habían puesto de moda los yembés. La gente que llenaba el suelo de la plaza a las 11 de la noche de aquel dia charlaba apaciblemente mientras mojaba el gaznate, tan apaciblemente que al acercarnos más a la plaza me impresionó descubrir a casi un centenar de personas sentadas en derredor del arco de Monteleón. Hasta aquel momento no recuerdo haber visto punkis más que en las películas. Me refiero a punkis de verdad, de los de cresta y Dr. Martens. Entonces entendí porqué: estaban todos allí. Al principio los miraba con curiosidad y respeto. Después con familiaridad. Después dejé de mirarlos, a ver si así no me pedían cinco duros para tabaco.
En aquella época las calles del barrio de Malasaña eran el bar más concurrido. Hiciera frio o calor, la gente se repartía por las esquinas con bolsas de hielo, vasos de plástico y algo de priba. Si te cansabas de callejear, podías meterte a cualquier hora en bares como el Hotel California o el No Fun, sitios bastante sórdidos y divertidos donde poder codearte con tabernícolas de primera línea cualquier día de la semana y sin hora límite prevista. En estos lugares, no sé si es por que había poca luz, o porque el alcohol era en realidad Grog, la gente tenía cierta predisposición a buscarse problemas. Había empujones, tensiones, malos rollos y buenos rollos, y luego te ponían a los Stooges a las tantas de la madrugada y purgabas la histeria como buenamente pudieras. Siempre pasaban cosas que te mantenían despierto. No diré que aquellos bares tenían más encanto que su equivalente de hoy (La Ofrenda – rock hasta las 6), sobre todo porque ahora las noches más interesantes se han trasladado del fin de semana a días laborables o incluso al domingo, y es complicado que a mí me de por dormir poco, pero sí creo que estaba todo algo más diversificado, y qué narices, que eran bares míticos que vieron crecer al barrio.
Aunque pasan los años nunca dejo de volver por las calles de Malasaña, y aunque siempre tiendo a sentir cierta nostalgia por lo vivido, sé que eso aún existe al alcance de mi mano, sé que soy yo el que ha cambiado. La gente con la que me encontraba y compartía las noches sigue ahí, porque Malasaña es un pueblo donde la mayoría crece y espera una jubilación que nunca llega. Tan solo que la noche es capaz de decirnos a la cara quién somos, pero no cómo narices nos vamos a ganar la vida, y mientras te aseguras de que nunca te falte dinero para pagar tu casa, quizá salir entre semana para volver a pasarlo así de bien no sea tan importante.